DIARIO DEL ORÁCULO DE DELFOS XVI

Palma de Mallorca, 9 de junio 2017

Hoy les hablaré a ustedes, mis amados lectores, sobre la Otredad. Ante esto, adviene la pregunta como una flecha en busca de su diana universal: ¿quién soy yo? Es el yo el que debe santificarse en su propia identidad. Si no existe un yo que devore su circunstancia, esto es, su mundo en torno de sí mismo, quedará preso, como en la prisión de la Bastilla antes de la Revolución Francesa, en el otro. El otro tiene que ser visto como la imposibilidad de escapar del sarcófago que es nuestra propia vida. No existimos para el otro, sino para nuestro yo. En cuanto el yo, en ese “dasein” o “ser-ahí” de Heidegger, es en la otredad aprendemos a confundir lo que es nuestro ser con el ser-en-el-mundo. El mundo no puede ni debe entenderse como algo que debemos succionar hasta fagotizarnos en la circunstacionalidad de la otredad. Emmanuel Lévinas ya nos habló de este peligro de dejarnos apropiar por la Otredad. El otro es su mundo, su angustia, su duda, su neuro-biología, su mente, por lo tanto no procuremos que ese otro yo sea nuestro propio yo, pues de lo contrario nos arriesgamos a permanecer con la tibia y el peroné metafísicos rotos en el otro mundo, en la otra angustia, en la otra duda, en la otra neuro-biología, en definitiva, en la otra mente.

El yo es esa perfección a la que los átomos y las células de nuestra psique nos altera el debate con nosotros mismos. No busquemos más debates en la Otredad. Diré más: el amor es una forma de destrucción desde el momento en que perdemos nuestra dignidad -esto es, nuestro camino hacia la perfección- en el otro, pues éste acostumbra a suplantar dicha identidad y devorarla como si se tratase de una revolución con excesivos muertos en el campo de batalla. Conozcamos nuestro yo y luego ya nos ocuparemos de los demás. Un yo no es un ente social hasta que nuestra propia conciencia no delimite hasta dónde debemos industrializar esa muralla. Pongamos un muro entre el yo y la Otredad. Con toda seguridad, nos irá mucho mujer. Mi yo acaba donde empieza lo otro. Por eso Sartre dijo aquello de “el infierno son los otros”.

Emilio Arnao.

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