DIARIO DEL ORÁCULO DE DELFOS XXXI

Binisalem, 17 de julio 2017

Llevo ya aquí varias semanas en el campo, en plena conexión con la naturaleza. Puedo decir que la esencia de mi vida se ha agrandado hacia lugares que ni yo mismo imaginaba. Hacía tiempo que no me encontraba tan bien. Y es que esta vida debe editarse siempre desde las cosas sencillas, desde esas pequeñas sensaciones que se agolpan a nuestro cuerpo después de respirar profundamente y darse cuenta que no hacen faltan grandes ambiciones ni grandes proyectos para alimentar una existencia que se presenta desde la sencillez, desde la lentitud, desde el amortiguamiento de los dolores que supone vivir en la ciudad, con el tráfico, con un horario de trabajo, con ese ruido sustancial que asusta, que oprime, que carboniza la paz interior. Mi vida aquí en la naturaleza es bella en su belleza de silencio y soledad, divorciada de la vanidad de los hombres, del egoísmo, de la competitividad. Nos pasamos el tiempo compitiendo entre nosotros, pasando unos por encima de otros, sin importarnos el dolor que podemos causar. No sabemos vivir en sociedad. La sociedad está hecha para destrozar un adagio de Mahler.

Mi tiempo aquí es tan real como real soy yo. Aquí pienso mientras oigo el piar de los pájaros cómo debo incorporarme cuando llegue septiembre a ese oscuro tumulto que es la comunidad humana. Yo me quedaría aquí toda la vida, pero las obligaciones me imponen el regreso, y regresar es volver a la tensión, a la lucha no contra mí sino contra los demás. A mí me sobran los demás. Aunque reconozco que la relación con los otros suele conducir por el contrario a una realidad que es necesaria, ineludible, existenciaria.

Pero ahora mi calma es absoluta, porque soy capaz de observar mi cuerpo desnudo y darme cuenta que mi desnudez es lo que está muy próximo a mi alma, a mi corazón, a ese pulso leve de todo lo que dentro de mí se abriga, se ensancha, se abre hacia los espacios infinitos. Por la noche, me quedo tumbado en la hamaca en la terraza hasta que se hace muy tarde, escuchando la noche, la luna tras los árboles, la leve brisa que recorre mi piel. Luego me acuesto y siento que estoy consiguiendo ser un hombre pleno, absoluto, abierto al universo, original y primer hombre de un mundo que empieza en el inicio de las células.

Emilio Arnao.

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